Una vez al año la época de Navidad sacude con fuerza tanto el ámbito religioso como el secular de la vida: de repente, Jesucristo está en todas partes. Durante aproximadamente un mes, su presencia es ineludible. Puede que lo aceptes o lo rechaces, lo proclames o lo niegues, pero no puedes ignorarlo. Por supuesto, su nombre es proclamado en los sermones, los himnos y los símbolos de todas las iglesias cristianas. Jesús se monta en cada reno, se esconde detrás de cada muñeca nueva, resuena en los saludos menos religiosos de “felices fiestas” . Próxima o remotamente, Él es brindado en cada copa de felicidad navideña. Cada ramita de acebo es un indicio de su santidad, cada muérdago una señal de que Él está aquí.


Para aquellos que proclaman su nombre, la Navidad anuncia esta magnífica verdad: el Dios Jesucristo es nuestro futuro absoluto. Tal es el carácter profundamente esperanzador de este período. Mediante este acto gratuito ocurrido en Belén, nada puede separarnos del amor de Dios en Cristo Jesús. La luz, la vida y el amor están de nuestro lado.


“La Navidad de Jesús se produce en nosotros cuando las personas se sienten íntimamente tocadas en nuestra presencia, y cuando se sienten un poco menos esperanzados y menos alegres porque estamos ausentes”. Estas palabras, escritas en soledad en una agenda hace muchos años atrás, me atrapan con un poder profético cuando comienza el gran período de esperanza. Los cristianos somos personas de esperanza, a tal punto que los demás pueden encontrar en nosotros una fuente de fuerza y de gozo.


Yo llego al establo tal como soy, no como debería ser (ya que nunca seré como debería ser), un hombre pobre, débil y pecador con excusas fáciles para mi comportamiento inconsistente, con temor a ser llamado a vivir según las palabras que yo mismo he escrito. El pequeño Niño me mira, sonríe y dice: “No temas, yo estoy contigo. Espero más fracasos de ti de los que tú esperas de ti mismo. Te regalo la paz. Vive este día en la sabiduría de aceptar la ternura”.


El amor profundo y apasionado de Jesucristo, nuestro Señor y hermano, es el gran logro de Belén y el pulso cardíaco de la vida cristiana. El Abba de Jesús dice: “Prepárate para mi Cristo, cuya sonrisa como relámpago libera la melodía de gloria eterna que ahora duerme en tu cuerpo frágil como dinamita”.

Es una helada noche de invierno, hay mucho alboroto en el Aeropuerto Internacional O´Hare. Se cancelaron todos los vuelos. La visibilidad es mala debido a la neblina, la escarcha y la lluvia congelada. Miles de personas están reunidas frente a los mostradores de las líneas aéreas; algunos reclamando alguna medida, otros envueltos en un silencio estoico. Los niños lloran, el sistema de parlantes está puesto a todo volumen y los que se dieron por vencidos van a gastar sus últimos billetes en el bar. Estoy en medio de un leve desorden. ¿Cómo puedo proclamar las Buenas Nuevas en Dallas si el clima no mejora en Chicago?


Del otro lado del pasillo está sentada una mujer de color de mediana edad con un niño en brazos. Sonríe con mucha calma. Se ríe. ¿Realmente se está riendo? Intrigado, cruzo el pasillo y me encuentro mirando a la mujer. Está frotando sus dedos en los labios del niño mientras susurra con fuerza “brr, brr”. Levanta la vista.


“Señora, usted es la única persona en este lugar que parece estar tranquila. ¿Le molestaría decirme por qué está tan contenta?”.


“Bueno”, dijo. “Pronto será Navidad, y ese Jesús… ¡Él me hace reír!”. Le agradecí, volví a cruzar el pasillo y tomé asiento.


“Ese Jesús… ¡Él me hace reír!”, repetí. ¿Me estoy volviendo demasiado serio respecto de la vida? En lo tumultuoso del mercado, ¿permití que se desvaneciera mi sentido de la maravilla del niño que habita en mí? ¿Dejé de mirar crepúsculos y el arco iris? ¿Estoy tan ocupado en predicar, enseñar, escribir y viajar que ya no oigo el sonido de la lluvia sobre el techo? ¿Cuánto hace que no hago bolas de nieve o barriletes? ¿Interpreto las profecías carismáticas del juicio y la tribulación, la desolación y la privación como una sentencia de muerte? ¿Me siento cada vez más cómodo cuando Jesús me dice que tome como ejemplo para mi vida a los pájaros y las flores? ¿Me irrita la gente, como la mujer del otro lado del pasillo, que no parece darse cuenta de cuán seria es la vida? ¿Volverse serio sobre la vida significó volverse triste? ¿Vivir es simplemente otra palabra que quiere decir soportar?

La Navidad constituye la promesa de que Dios vino a la historia y que misteriosamente viene día tras día, y algún día vendrá en gloria. Dios dice a través de Jesús que, finalmente, todo estará bien. Que nada puede dañarlo para siempre, que ningún sufrimiento es irrevocable, que ninguna pérdida es eterna, que ninguna batalla es para siempre y que ninguna desilusión es decisiva. Jesús no negó la realidad del sufrimiento, del desaliento, de la frustración y de la muerte. Simplemente anunció que el Reino de Dios conquistaría todos estos horrores, y que el amor del Padre es tan pródigo que ningún mal podía resistírsele.


La Navidad es una visión que le permite al cristiano ver más allá de lo trágico de su vida. Es un recordatorio de que se requiere la risa de Dios para evitar tomarse el mundo demasiado en serio. 


La ley cristiana de la levedad postula que cualquier cosa que caiga en la tierra volverá a levantarse. La risa de Dios es su acto amoroso de salvación, y la risa cristiana es el eco de nuestro gozo en Navidad. Si realmente acepta el misterio de Belén, su corazón se llenará con la risa del Padre. 


Cuando el tiempo llegue, diríjase al Padre y pregúntele: “Abba, ¿por qué bailas?”. Véalo extender su mano derecha hasta un pesebre en la ciudad de David y decir: “Se acerca la Navidad y ese Jesús… ¡Me hace reír!”.


Oremos: “Señor, durante mucho tiempo pensé en ti como un hombre que nunca sonreía. Tengo miedo de que muchas personas aún piensen lo mismo que pensaba yo, lo cual es lamentable. Porque un hombre que jamás sonrió tendría que ser menos que humano. Y de eso se tratan las Buenas Nuevas: que te convertiste en un hombre. Señor, sé que debes haber sonreído mucho. Sé que debes haber sonreído al ver las ovejas retozando en las colinas mientras ibas de pueblo en pueblo. Sé que debes haber sonreído dándole aliento a todas esas personas que recurrieron a ti, temerosas y preocupadas, pero buscando, confiando, creyendo. Sé que debes haber sonreído con placer por la belleza del mundo que tú mismo creaste. Sé que debes haber sonreído con tranquilidad y confianza a tus discípulos cuando se sentaban y escuchaban tus palabras. Señor, conozco tu sonrisa para nosotros. Y tu sonrisa brilla más que el sol. Cuando los días parecen ser oscuros y difíciles, y todo parece negro, ayúdanos, Señor, a recordar la gloria de tu sonrisa”.


La Navidad es una experiencia de fe que nos permite ver más allá de lo terrible de nuestra vida. Nos recuerda que necesitamos la risa de Dios para que impida que le atribuyamos al mundo demasiada importancia, ese mundo de vanaglorias cerebrales donde se juega con tanta seriedad al juego de rivalidades individuales que parece un combate mortal a las presunciones egocéntricas. La ley de levedad cristiana dice que si algo cae en el tierra, volverá a levantarse. La risa de Dios es su amoroso acto de salvación que comenzó en Belén, y la risa cristiana es el eco de la alegría del Señor en nosotros.

La crisis de la Navidad en la comunidad cristiana, dicho de manera llana, es una crisis de fe. La fe es el compromiso con la Verdad, que es Jesucristo. La fe es la dedicación a la Realidad, que es Jesucristo. Cuando mi mente le da a las cosas la importancia que tienen en realidad, vivo en la verdad. Pero cuando las normas sociales, las distracciones artificiales y las exigencias superficiales del mundo ficticio, que es pasajero, dominan mi tiempo, mis intereses y mi atención, vivo en la mentira.


La confesión de fe primitiva “Jesús es el Señor” no es una frase teológica abstracta sino una declaración sumamente personal. Pone mi integridad en riesgo y afecta profundamente el modo en que celebro la preparación para el nacimiento de Cristo. Si Jesús es el Señor de mi vida y de mi Navidad, estoy desafiándome a poner todas las prioridades de mi vida personal y profesional por debajo de esta realidad primaria.


Parafraseando a Pablo: “Debes despojarte de tu antiguo ser y de tu forma de celebrar la Navidad… y renovar tu forma de pensar espiritual”.


¿Cómo sería la época navideña si Jesús realmente me gobernara?


Si lo hiciera, es decir, si mi fe fuese profunda, ardiente, poderosa y apasionada, mi vida sería muy diferente. Mi autoestima dejaría de basarse en los valores mundanos (las posesiones, el prestigio, la clase social y los privilegios) y en los grupos de pertenencia (la familia, la raza, la clase, la religión y la nación). Ya que hacer de estos mis valores supremos significaría no tener nada en común con Jesús. Con ardiente fe hablaría de Él, no como un ser distante sino como un amigo cercano con quien tengo una relación personal. El mundo invisible se volvería más real que el visible, el mundo de lo que creo sería más real que el mundo de lo que veo, Cristo más real que mi mismo ser.


La Navidad sería más que el agitado final de una época frenética de compras, más que una melodía sentimental, más que los adornos en un árbol, más que un espectáculo fantasioso y un brindis de buenos deseos con el mundo. Sí, la vida sería radicalmente distinta si Jesucristo fuera el soberano de ella, si mi fe tuviese la fuerza de una convicción apasionada.


La crisis de la Navidad en la comunidad cristiana es realmente una crisis de fe. Muchos de nosotros seguiremos ignorando la invitación, esquivando la verdad, evadiendo la realidad y postergando nuestra decisión acerca de Jesús.


Sin embargo, la Navidad es el nacimiento del Hijo de Dios. Lo que va a distinguir a los hombres de los niños, a las mujeres de las niñas, a los místicos de los románticos la próxima Navidad será la profundidad y la calidad de nuestra pasión por Jesús. El insensible comerá, beberá y hará fiesta; el superficial seguirá las costumbres sociales en una ambiente religioso; el derrotado será perseguido por los fantasmas del pasado.


Y la minoría victoriosa que no deja intimidarse por los patrones culturales de una mayoría monótona, anónima y no creyente, celebrará como si Él estuviese cerca, cerca en el tiempo, cerca en el espacio, siendo testigo de nuestros movimientos, de nuestras palabras, de nuestro comportamiento. Como de hecho lo es.


El mundo los ignorará. Puede que a algunos cristianos y piadosos los llamen fanáticos religiosos. Pero los victoriosos estarán en contacto con la verdad y la realidad viviente. Su pasión y su compromiso serio con la Navidad será un microcosmo, una muestra, un anticipo de sus vidas en Cristo Jesús a lo largo del año siguiente.

Al contemplar el pesebre (que significa mirar a Jesús y amarlo al mismo tiempo), la fe cristiana enciende su gozosa expectativa de que el Cristo que vino a la historia un día también vendrá en gloria.


La Navidad despierta el anhelo por la parusía, la segunda venida. Despierta la esperanza en aquella revolución anunciada, en aquel terremoto venidero que hace posible el discipulado radical, marcando el comienzo de lo que será el cumplimiento supremo de la historia de la humanidad.


La esperanza cristiana no es optimismo ingenuo, ni una quimera frágil que produce desaliento y fracaso. Por el contrario, la esperanza, destello de la victoria de Jesús, permanece firme y serena ante situaciones extremas como el cáncer terminal. La esperanza cristiana se mantiene confiada frente a situaciones como la masacre en el aeropuerto de Roma, el turbulento golfo persa, el polvorín que llamamos Medio Oriente, la agonía en países como El Salvador, Honduras y Nicaragua. La esperanza permanece imperturbable ante los legalistas, puritanos, jansenistas, aguafiestas y profetas de la desgracia que aparecieron en escena desde aquella noche inolvidable cuando María dio una palmada a su bebé y el niño Jesús con su llanto de gozo irrumpió en un mundo silencioso y expectante.


En el llanto mesiánico, el cristiano discierne una voz sonora y salvadora que dice: “¡Silencio! Mantén la calma. Todo está bien. Estoy aquí. No temas. El mundo ya no está en manos del malvado sino en los brazos de un amoroso Pastor. Al final todo estará bien. Nada puede lastimarte para siempre. Ningún sufrimiento es irrevocable, ninguna pérdida es eterna, ninguna derrota es definitiva, ninguna desilusión es absoluta. Nada puede separarnos; ni los problemas, ni las preocupaciones, ni las persecuciones, ni la falta de ropa o alimento, ni los ataques o las invasiones. No existe algo en la vida o en la muerte que se interponga entre tú y el amor del Dios representado visiblemente esta noche en este pesebre”.


La esperanza cristiana es el espíritu que domina la época navideña, y no está reservada solo para un futuro espléndido que se aproxima. No se trata solamente de algo sobrenatural, de una promesa de recompensas celestiales después de la muerte. Jesús no nos pide que esperemos hasta el final para recibir ayuda y sanidad. La esperanza es la buena noticia de la gracia transformadora hoy. No solo somos libres del temor a la muerte sino del temor a la vida; somos liberados a una vida nueva, una vida de confianza, esperanza y compasión.